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de la densidad que hiciera falta. Llena, habría estado sellada por auto presión y
hubiera sido imposible de abrir. Miles examinó el lado interno de la trampilla
con cuidado. Se podía abrir por los dos lados, gracias a Dios.
-Veamos si hay más de éstas, más arriba.
Fue una ascensión lenta. Buscaron ranuras mientras subían en la oscuridad.
Miles trató de no pensar en la caída que sufriría si resbalaba en esa escalera
estrecha. El aliento profundo de Taura, más abajo, le resultaba reconfortante.
Habían subido tal vez tres pisos cuando los dedos fríos y casi paralizados de
Miles encontraron otra ranura. Casi la había dejado pasar porque estaba al
lado opuesto de la primera. Entonces descubrió, de la peor manera, que no era
lo bastante corpulento para mantener un brazo alrededor de la escalera y
apretar los dos puntos al mismo tiempo. Después de un resbalón terrorífico, se
colgó de la escalera hasta que el corazón dejó de latirle con fuerza.
-Taura? -llamó-. Voy más arriba, a ver si tú puedes. -Pero no le quedaba
mucho espacio arriba. La columna terminaba un metro por encima de su
cabeza.
Lo que hacía falta eran brazos largos como los de ella. La trampilla se rindió
frente a esas manos grandes con un crujido de protesta.
-¿Qué ves? -susurró Miles.
-Una habitación grande y oscura. Un laboratorio, tal vez.
-Tiene sentido. Baja otra vez y vuelve a colocar el panel allá abajo. No creo
que debamos indicarles por dónde nos hemos ido.
Miles se deslizó a través de la abertura hacia un laboratorio oscuro mientras
Taura cumplía con su tarea. No se atrevió a encender una luz en esa
habitación sin ventanas, pero algunos instrumentos tenían los paneles de
lectura encendidos en las paredes y mesas y eso generaba un brillo fantasmal
suficiente para sus ojos adaptados a la oscuridad. Por lo menos, le servía para
no tropezar con nada. Una puerta de vidrio daba a un corredor. Un corredor
vigilado electrónicamente, muy vigilado, sí. Con la nariz apretada contra el
vidrio, Miles vio una forma roja que pasaba por un corredor. Guardias, ¿Pero
qué estaban cuidando?
Taura salió retorciéndose de la rejilla de acceso en la columna, pero le costó
bastante y se sentó en el suelo con la cara entre las manos. Miles, preocupado,
volvió hacia ella.
-¿Estás bien?
Ella meneó la cabeza.
-No. Hambre.
-¿Qué? ¿Ya? Se suponía que ésa era una rata... digo una barra de ración de
veinticuatro horas. -Para no mencionar los dos o tres kilos de carne que había
comido como aperitivo.
-Para ti, tal vez -se quejó ella. Estaba temblando.
Miles empezó a darse cuenta de la razón por la que Canaba pensaba que su
proyecto había sido un fracaso. Imagínate tratar de alimentar a un ejército
entero con semejante apetito. Napoleón se desmayaría de espanto. Tal vez
esa muchachita de huesos grandes todavía estaba creciendo. Una idea terrible.
Había una nevera al final del laboratorio. Si conocía bien a los técnicos...
Ajá. Entre los tubos de ensayo había un paquete con medio bocadillo y una
pera grande, un poco tocada. Se lo dio a Taura. Ella parecía muy
impresionada, como si él lo hubiera conjurado de su manga con magia. Lo
devoró enseguida y recuperó un poco el color.
Miles busco más para su tropa. Por desgracia, las únicas sustancias
orgánicas que quedaban en la nevera eran pequeños platos cubiertos de algo
gelatinoso con una cosa desagradable y multicolor que parecía crecer encima.
Pero había otros tres grandes refrigeradores empotrados. Miles espió a través
del rectángulo de vidrio de una puerta de mucho espesor y se arriesgó a
apretar el control de la pared que encendía la luz. Dentro había fila tras fila de
cajones marcados, llenos de bandejas de plástico. Muestras y muestras
congeladas de algo. Cientos y cientos -Miles volvió a mirar y calculó con más
cuidado-, cientos de miles. Echó una mirada al panel de control junto a los
cajones. La temperatura interior era la del nitrógeno líquido. Tres
refrigeradores... Millones de... Miles se sentó en el suelo bruscamente.
-Taura, ¿tienes idea de dónde estamos? -murmuró con una intensidad
extraña en la voz.
-Lo lamento, no -murmuró ella en respuesta, arrastrándose para ir a su
encuentro.
-Es una pregunta retórica. Yo sí sé dónde estamos.
-¿Dónde?
-En la cámara del tesoro de Ryoval.
-¿Qué?
-Eso -dijo Miles y puso un pulgar sobre la heladera- es la colección de tejidos
del barón. Hace cien años que se dedica a ella. Dios. Tiene un valor
incalculable. Ahí están todos los pedacitos de mutantes extraños, únicos,
irreemplazables que consiguió rogando, pagando, pidiendo prestado o robando
desde hace tres cuartos de siglo, alineados en cajoncitos, esperando que los
saquen y los cultiven y los cocinen para producir a otro esclavo. Éste es el
corazón viviente de esta enorme operación de biología humana. -Miles se puso
de pie de un salto y miró los paneles de control. El corazón le latía con fuerza y
respiraba con la boca abierta, riéndose en silencio, casi a punto de
desmayarse-. Ah, mierda, mierda, mierda. Dios, Dios. -Se detuvo, tragó saliva.
¿Podría?
Esas neveras debían de tener un sistema de alarma, monitores, algo que las
comunicara por lo menos con Seguridad. Sí, había un mecanismo complejo
para abrir la puerta. Bien. Él no quería abrir la puerta. La dejó como estaba. Lo
que quería era ver el sistema de lectura. Si podía estropear al menos un
sensor... Esa cosa, ¿estaría conectada a varios monitores externos o tendría
sólo un hilo óptico? Encontró una pequeña luz de mano y cajones y cajones de
herramientas y suministros en los bancos de laboratorio. Taura lo miraba
extrañada mientras él corría de aquí para allá haciendo inventario.
El monitor de las neveras estaba conectado con algún lugar exterior,
inaccesible. ¿Podría hacer algo a este lado de la conexión? Levantó una
cubierta plástica oscura con tanta tranquilidad como pudo. Ahí, ahí, el hilo
óptico salía de la pared y enviaba información constante sobre el medio que
había en el interior del frigorífico. Entraba en un receptor simple estándar, [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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