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usaba Battista contra los ratones, y que hacía un tiempo que ella - descuidando sus
cacerías - había abandonado colgado de un clavo.
El conde preguntó por la caza de los alrededores. El barón respondía con
generalidades, porque, privado como estaba de paciencia y de atención por el mundo
circundante, no sabía cazar. Intervine yo, aunque tenía prohibido entrometerme en las
conversaciones de los mayores.
- ¿Y tú que sabes, tan pequeño? - terció el conde.
- Voy a buscar los animales derribados por mi hermano, y se los llevo a los... - estaba
diciendo, pero nuestro padre me interrumpió:
- ¿Quién te ha invitado a conversar? ¡Vete a jugar!
Estábamos en el jardín, era tarde y aún había claridad, siendo verano. Y de pronto por
los plátanos y olmos, tranquilamente se acercaba Cósimo, con el gorro de piel de gato en
la cabeza, el fusil en bandolera, un asador en bandolera por el otro lado, y las polainas
enfundadas.
- ¡Eh, eh! - dijo el conde levantándose y moviendo la cabeza para ver mejor, divertido -.
¿Quién hay allí? ¿Quién hay allí arriba, sobre los árboles?
- ¿Qué pasa? No tengo ni idea... Le habrá parecido... - decía nuestro padre, y no
miraba en la dirección indicada, sino a los ojos del conde, como para asegurarse de que
veía bien.
Cósimo mientras tanto había llegado justamente sobre sus cabezas, inmóvil, de pie
sobre una horqueta.
- Ah, es mi hijo, sí, Cósimo, son niños, para darnos una sorpresa, ve, ha trepado hasta
allá arriba...
- ¿Es el mayor?
- Sí, sí, de los dos varones es el mayor, pero se llevan poco, sabe, son todavía dos
niños, juegan...
- Pues se le da bien el andar así por las ramas. ¡Y con ese arsenal encima...!
- Eh, juegan... - y con un terrible esfuerzo de mala fe que lo hizo ponerse colorado -:
¿Qué haces ahí? ¿Eh? ¿Quieres bajar? ¡Ven a saludar al señor conde!
Cósimo se quitó el gorro de piel de gato, hizo una reverencia.
- Mis respetos, señor conde.
- ¡Ja, ja, ja! - reía el conde -, ¡estupendo, estupendo! ¡Déjele quedarse arriba, déjele
quedarse arriba, monsieur Arminio! ¡Muy bien el jovencito que va por los árboles! - Y se
reía.
Y aquel estúpido del condesito:
- C'est original, ça. C'est tres original! - no sabía repetir más que eso.
Cósimo se sentó allí en la horqueta. Nuestro padre cambió de tema, y hablaba y
hablaba, tratando de distraer al conde. Pero el conde, de vez en cuando, alzaba los ojos y
mi hermano estaba todavía allá arriba, sobre aquel árbol o sobre otro, limpiando el fusil, o
untando con grasa las polainas, o poniéndose una pesada franela porque se acercaba la
noche.
- ¡Ah, pero mira! ¡Lo sabe hacer todo, allá arriba, el jovencito! ¡Ah, cómo me gusta! ¡Ah,
lo contaré en la corte, en cuanto vaya! ¡Se lo contaré a mi hijo el obispo! ¡Se lo contaré a
mi tía la princesa!
Mi padre estallaba. Además, tenía otra preocupación: ya no veía a su hija, y había
desaparecido también el condesito.
Cósimo, que se había alejado en una de sus exploraciones, regresó jadeando.
- ¡Le ha hecho entrar el hipo! ¡Le ha hecho entrar el hipo!
El conde se inquietó.
- Oh, qué desagradable. Mi hijo sufre mucho por el hipo. Ve, buen chico, ve a ver si se
le pasa. Diles que vuelvan.
Cósimo se alejó, y después volvió, jadeando más aun que antes:
- Se persiguen. ¡Ella quiere meterle una lagartija viva bajo la camisa para que se le
pase el hipo! ¡El no quiere! - Y volvió a irse para verlos.
Así pasamos aquella velada en la villa, nada distinta a decir verdad de las demás, con
Cósimo sobre los árboles, que participaba como a hurtadillas de nuestra vida, pero esta
vez había huéspedes, y la fama del extraño comportamiento de mi hermano se difundía
por las cortes de Europa, con vergüenza de nuestro padre. Vergüenza inmotivada, tanto
es así que al conde de Estomac nuestra familia le produjo una impresión favorable, y de
este modo ocurrió que nuestra hermana Battista se prometió con el condesito.
X
Los olivos, por sus contorsiones, son para Cósimo caminos cómodos y llanos, árboles
pacientes y amigos, con su áspera corteza, para pasar por ellos y para detenerse en ellos,
aún cuando las ramas gruesas sean pocas en cada árbol y no haya gran variedad de
movimientos. En una higuera, por el contrario, teniendo cuidado de que soporte el peso,
no se acaba nunca de dar vueltas; Cósimo está bajo el pabellón de las hojas, ve
transparentarse el sol en medio de las nervaduras, los frutos verdes hincharse poco a
poco, huele el látex que gotea por el cuello de los pedúnculos. La higuera se apodera de
ti, te impregna con su humor gomoso, con los zumbidos de los abejorros; poco después a
Cósimo le parecía estar convirtiéndose en higuera él mismo y, molesto, se marchaba.
Sobre el duro serbal, o sobre la morera, se está bien; lástima que sean escasos. Lo
mismo los nogales, que incluso a mí, y es mucho decir, a veces viendo a mi hermano
perderse en un viejo nogal inmenso, como en un palacio de muchos pisos e innumerables
habitaciones, me venían ganas de imitarlo, de estarme allá arriba; tanta es la fuerza y la
certeza que pone ese árbol en ser árbol, la obstinación en ser pesado y duro, que se
expresa hasta por sus hojas.
Cósimo se sentía a gusto entre las onduladas hojas de las encinas, y amaba su
agrietada corteza, de la que cuando estaba distraído arrancaba pedacitos con los dedos,
no por instinto de causar daño, sino como para ayudar al árbol en su largo esfuerzo por
rehacerse. O también desescamaba la blanca corteza de los plátanos, descubriendo
capas de viejo oro mohoso. Amaba también los troncos almohadillados como los del
olmo, que en los nudos echa brotes tiernos y penachos de hojas dentadas y de sámaras
de papel; pero es difícil moverse por él porque las ramas van hacia arriba, débiles y
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